lunes, 31 de enero de 2011

Por una cultura de la vida




La vida, toda vida, es un don de Dios, que es amor. Especialmente es un don precioso la vida de los hijos en el matrimonio. La fe cristiana enseña que, al crear al varón y la mujer, Dios los ha llamado –de una manera general– al matrimonio, para formar “una sola carne” (Mt 19, 6); y les ha otorgado la capacidad de colaborar con su amor creador en la procreación de nuevos seres humanos, encargándoles: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). Por eso la Biblia considera siempre la vida como una bendición de Dios. En esta perspectiva, el Concilio Vaticano II quiso destacar que la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso.


La vida humana: un don grande y bello de Dios

     Juan Pablo II, en su encíclica sobre “El Evangelio de la vida” (n. 43), explicó que dar la vida a un hijo es para los esposos colaborar con Dios, de una manera única, grande y bella; hasta el punto que “cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo.
     Con otras palabras, “en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal”, que Dios hace inmediatamente. En consecuencia, “precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más”.
     De este modo, “el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida”.
     Y añadía algo de suma importancia: “Más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46)”.
     ¡Gracias a la vida!, cantaron Joan Baez, Mª Dolores Pradera... la composición de Violeta Parra.





Proteger la vida y preocuparse por la justicia social

     Hoy día, muchos que defienden la vida en sus inicios y en su final, y se preocupan, con razón, del terreno que van ganando el aborto y la eutanasia en muchos países, sin embargo no son conocidos por su defensa de la justicia social o por su compromiso a favor de los pobres y necesitados. Piensan quizá que no hay tantos (porque ellos comen tres veces al día y van calientes y en coche); o al contrario, que, como son muchísimos, sólo se puede hacer muy poco, y así se van conformando con hacer ese poco, quizá demasiado poco.
     Es claro –y con el Evangelio en la mano es evidente– que una cosa no va sin la otra, la protección de la vida naciente y la preocupación por la justicia social, pues la vida humana ha de ser protegida en toda su amplitud.
     Benedicto XVI empleaba, en su primera encíclica (Deus caritas est), la expresión “cultura de la vida” como opuesta a la anticultura de la muerte, en el sentido de promover la solidaridad y la generosidad con los otros. Dos semanas más tarde, en enero de 2006, se refería a la anticultura de la muerte que se expresa en la crueldad y la violencia, el mundo ilusorio de la droga, la felicidad falsa, la mentira y el fraude, la injusticia y desprecio del otro, la falta de solidaridad y responsabilidad con respecto a los pobres y a los que sufren. Anticultura que se expresa también en la sexualidad vivida como pura diversión irresponsable que cosifica a las personas, que de por sí son dignas de un amor que pide fidelidad, y por tanto no pueden convertirse en mercancías, en meros objetos.


Oponerse a la anticultura de la muerte

     Y proponía tomar una postura firme: “A esta promesa de aparente felicidad, a esta ‘pompa’ de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta ‘anticultura’ le decimos ‘no’, para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el ‘sí’ cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran ‘sí’ a la vida. Este es nuestro ‘sí’ a Cristo, el ‘sí’ al vencedor de la muerte y el ‘sí’ a la vida en el tiempo y en la eternidad”.
     ¿Cómo se expresa ese “sí” a Dios que es a la vez un sí a la vida humana? Pues en los diez mandamientos, que –explicaba el Papa– no son un paquete de prohibiciones, de "noes", sino que presentan una gran visión de la vida. Si se recorren uno a uno se percibe que son un sí a Dios y a la familia, a la vida y al amor responsable, a la solidaridad, la responsabilidad social y la justicia, a la verdad y al respeto del otro y de lo que le pertenece. En definitiva: son un “sí” a la verdadera vida que se nos da con el bautismo y con la eucaristía.
     Al mes siguiente (febrero de 2006) volvía a insistir en que la cultura de la vida se basa en la atención a los demás, sin exclusiones o discriminaciones. “Toda vida humana, en cuanto tal, merece y exige ser defendida y promovida siempre”. El hedonismo de las sociedades del bienestar exalta la vida mientras es agradable, pero rebaja el cuidado y el respeto cuando está enferma o experimenta la discapacidad. Desde la coherencia del Evangelio se hace preciso, y posible, servir eficazmente a la vida, “tanto a la naciente como a la que está marcada por la marginación o el sufrimiento, especialmente en su fase terminal”.


Promover una cultura (integral) de la vida

     La catedral de San Patricio (Nueva York) fue el marco en que de nuevo, en abril de 2008, confirmó que los cristianos estamos llamados a proclamar el don de la vida, proteger la vida y promover una cultura de la vida, que va unida a “la alegría que nace de la fe y de la experiencia del amor de Dios”.
     Un año después, en la encíclica Caritas in veritate (2009), subraya Benedicto XVI: “La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social” (n. 28). Al mismo tiempo, animaba a fomentar una procreación responsable que está unida al desarrollo humano integral, así como a una correcta educación de la sexualidad. Por el contrario, considerar la sexualidad como una mera fuente de placer, o regular forzadamente la natalidad desde la política, son actitudes que obedecen a una ideología materialista ajena a la dignidad humana.
     En la vigilia de oración por la beatificación del cardenal Newman (Hyde Park, Londres, 18-IX-2010), señaló el Papa que cada cristiano, según su condición, “está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada persona humana”.
     Parece llegado, en definitiva, el tiempo en que los “pro vida” promuevan también la justicia social, y que los defensores de la justicia se preocupen por los no nacidos y los que se ven amenazados por su debilidad o ancianidad. Quizá se responda que no se llega a todo, que en el propio grupo se encuentran las dificultades. Pero lo cortés no quita lo valiente. Sobre todo de los cristianos, y más en tiempos de crisis, se espera esa valentía.
     "El amor a la vida -dijo Jutta Burggraf un año menos un día antes de morir- se expresa, muchas veces, en la valentía, en la fortaleza y en la justicia. Y se muestra, al mismo tiempo, en la humildad, en la escucha y en la compasión. Siempre defiende la verdad y, en el mejor de los casos, llega a construir una auténtica amistad" (Sobre la personalidad de un "defensor de la vida", conferencia en el IV Congreso Internacional Provida, Zaragoza, 6-XI-2009).



Versión ampliada de un texto publicado por primera vez 
en www.analisisdigital.com, 12-XI-2008, 
y reproducido en el libro 
“Al hilo de un pontificado: el gran ‘sí’ de Dios, ed. Eunsa, 2010

domingo, 30 de enero de 2011

Inquietud por el más allá

Se ha dicho que en el fondo de todos los miedos está el de morir. Parece que actualmente se plantea la posibilidad de volcar en un ordenador (download) la “configuración” y “preferencias” personales, de modo que quedaran en algún sitio…
     Nos resistimos a desaparecer del mundo y penetrar en lo desconocido. Esto se explica porque, de un lado, la vida nos proporciona la experiencia de que todos morimos, y, por otra parte, nadie ha vuelto del más allá para contarnos qué pasa. Además, está la separación de los seres queridos.
     También el cine actual, como en la película “Más allá de la vida” (Hereafter, Clint Eastwood 2010; ver trailer), se pregunta por lo que hay después, la comunicación con los que se han muerto, la responsabilidad personal. Aunque el tema de Dios queda difuso y la fe cristiana se evoca con poca profundidad, sin embargo están presentes la inquietud  por la trascendencia y el destino, y sobre todo la providencia.

     “Tal vez –escribe Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza (2007)– muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo”. Querrían –prosigue– aplazar la muerte lo más posible. Pero –argumenta– seguir viviendo sin fin sería más bien una condena o una carga, algo aburrido e insoportable.
     San Agustín, que trató el tema, concluye que en el fondo sólo queremos una cosa, llámese la vida bienaventurada o, simplemente, la felicidad. Con palabras del Papa, “de algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte”. Querríamos eternizar “el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad.... el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe”. Este momento sería “la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”.
     La fe en la vida del más allá no es, ciertamente, exclusiva del cristianismo. Las religiones la sostienen. Lo que es propio de la fe bíblica es la resurrección de los muertos. Es decir, la fe en que, al final del tiempo y de la historia, recuperaremos nuestros cuerpos para ser nosotros mismos de nuevo; y, si hemos superado el examen sobre el amor (San Juan de la Cruz), vivir para siempre. No se trata de la reencarnación (tomar “otra” carne u otra figura, vivir la vida de otra persona), sino de tomar nuestra misma carne.
     En la canción que Eric Clapton compuso a su hijo de cuatro años –que en 1991 cayó de un 53º piso en New York– le preguntaba: “¿Sabrías mi nombre si te viera en el Cielo? ¿Sería lo mismo si nos encontrásemos en el Cielo?” (Tears in Heaven).
     Sí, los cristianos tenemos esperanza en que nos encontraremos con los seres queridos en la comunión de la familia de Dios, así como esperamos en una justicia definitiva y en la renovación del mundo.
     Es importante insistir en que la esperanza cristiana nada tiene que ver con el individualismo. Ya en esta vida –escribe Benedicto XVI– “ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal”.
     Alcanzar la fuente del conocimiento y del amor. Entrar en comunión personal con la Verdad y el Bien, la Belleza y la Vida plena, junto con todos los que han llegado a ella en una misma familia. De ahí que todas las expresiones (visión de Dios “cara a cara”, belleza inimaginable, novedad incesante…) se quedan cortas para hablar de lo que nos espera. Y no sólo nos espera sino que se nos ofrece ya ahora incoadamente por medio de la Eucaristía.
     No es un consuelo fácil la esperanza cristiana, ni una evasión de los compromisos aquí abajo. Al contrario, implica la responsabilidad por el mundo entero, hasta la cruz, con la serenidad e incluso el gozo de quien sabe que todas las cosas, hasta las más pequeñas, pueden hacerse eternas por el amor.
     “La muerte —escribió Gustave Thibon— nos espera, según la altura de nuestros deseos, como una novia o como un verdugo, y de todos los actos de nuestra alma sólo subsistirá nuestra participación en aquello que, por no proceder del tiempo, no morirá con él. Cronos únicamente devora a sus propios hijos” (Nuestra mirada ciega ante la luz, Rialp, 1973). Y recoge las palabras de Santa Catalina de Siena a una persona abrumada por el peso de las tareas temporales: “Somos nosotros quienes las hacemos temporales, porque todo procede de la bondad divina”. Así, concluye Thibon, “todo lo que no es eternidad recuperada, es tiempo perdido”. 

viernes, 28 de enero de 2011

Cristianos en las redes sociales



Redes sociales, cuadro de Jimmy Pons

Las nuevas tecnologías, “si se usan con sabiduría, pueden contribuir a satisfacer el deseo de sentido, de verdad y de unidad que sigue siendo la aspiración más profunda del ser humano”. Así lo afirma Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2011 (“Verdad, anuncio y autenticidad de vida en la era digital”, 6-I-2011).
     Como se puso de relieve en la presentación del documento, éste vincula tres cuestiones importantes en la vida actual: la comunicación digital, la propia imagen y la coherencia de vida. En una aproximación primeramente positiva, apoyada en el análisis sociológico correspondiente, el texto refleja las enseñanzas del Papa acerca de la identidad cristiana, edificada sobre la verdad y el amor, y sus consecuencias en el terreno de la comunicación actual globalizada.
     Las redes sociales en internet (sobre todo Facebook, con más de 500 millones de usuarios) presentan aspectos positivos y límites. Ante todo son una posibilidad de “diálogo, intercambio, solidaridad y creación de relaciones positivas”. Pero también pueden desembocar en “una interacción parcial, la tendencia a comunicar sólo algunas partes del propio mundo interior, el riesgo de construir una cierta imagen de sí mismos que suele llevar a la autocomplacencia”.
      En consecuencia –subraya el texto–, sobre todo en el caso de los jóvenes, es importante “plantearse no sólo la pregunta sobre la calidad del propio actuar, sino también sobre la autenticidad del propio ser”. Y es que “el anhelo de compartir, de establecer ‘amistades’, implica el desafío de ser auténticos, fieles a sí mismos, sin ceder a la ilusión de construir artificialmente el propio ‘perfil’ público”.
     Uno comunica lo que es, lo sepa o no, lo quiera o no. “Cuando se intercambian informaciones, las personas se comparten a sí mismas, su visión del mundo, sus esperanzas, sus ideales”. De ahí que se apueste “por una comunicación franca y abierta, responsable y respetuosa del otro”. Esto el cristiano lo vive no sólo al comunicar contenidos religiosos-piadosos, sino ante todo al “dar testimonio coherente en el propio perfil digital y en el modo de comunicar preferencias, opciones y juicios que sean profundamente concordes con el Evangelio, incluso cuando no se hable explícitamente de él”.
      Por consiguiente se precisa la atención a los aspectos del mensaje cristiano “que puedan contrastar con algunas lógicas típicas de la red”. Primero, la verdad: “El valor de la verdad que deseamos compartir no se basa en la ‘popularidad’ o la cantidad de atención que provoca. Debemos darla a conocer en su integridad, más que intentar hacerla aceptable, quizá desvirtuándola. Debe transformarse en alimento cotidiano y no en atracción de un momento” (todo ello supone el rechazo a una cierta superficialidad y vulgaridad, hoy en boga).
      En segundo lugar, el Evangelio pide una respuesta libre y encarnada “en el mundo real y en relación con los rostros concretos de los hermanos y hermanas con quienes compartimos la vida cotidiana” (no debe prestarse más atención y tiempo al ordenador que a las personas mismas).
     Concluyendo, se invita a “unirse con confianza y creatividad responsable a la red de relaciones que la era digital ha hecho posible”. Esta red es parte de nuestra vida y cultura, y en ella cabe “la proclamación de la fe, con cercanía y diálogo, respeto y comprensión”. Al mismo tiempo, en la perspectiva cristiana hay que tener presente que “la Verdad, que es Cristo, es en definitiva la respuesta plena y auténtica a ese deseo humano de relación, de comunión y de sentido, que se manifiesta también en la participación masiva en las diversas redes sociales”.
      En las redes sociales los cristianos pueden ayudar “a mantener vivas las cuestiones eternas sobre el hombre, que atestiguan su deseo de trascendencia y la nostalgia por formas de vida auténticas, dignas de ser vividas”. La condición para todo ello es comunicarse con integridad y honradez. También en la comunicación se cumple que la coherencia personal de vida con el Evangelio es en sí misma una forma de anuncio que determina la credibilidad del mensaje.

(publicado en www.cope.es, 27-I-11)

jueves, 27 de enero de 2011

Santidad y juventud de la Iglesia



En ocasiones se habla de la Iglesia como "santa y pecadora". En realidad no es así. La Iglesia por sí es santa, si bien –dice el Concilio Vaticano II– al mismo tiempo durante la historia está "siempre necesitada de purificación". Esto se debe a que tiene en su seno pecadores. De hecho procura continuamente que se conviertan en justos, es decir en santos. Entonces –podría alguien preguntarse–, ¿dónde se ve en la tierra que la Iglesia es santa? ¿O es santa sólo en el cielo? Que la Iglesia es santa también en la tierra, se ve continuamente, si se mira sin prejuicios, precisamente en sus muchos justos, en los frutos que da –ya aquí abajo– la vida de los santos, en la fe de los mártires, en lo sublime de su doctrina, en cómo van influyendo los cristianos en la transformación de la historia, etc.



La Iglesia es santa y pide perdón

    Nada de esto debe hacer olvidar que han existido y existen también entre los cristianos los pecadores –todos de alguna manera lo somos, unos más que otros–; y la Iglesia misma se ha hecho más consciente de que para poder ser eficaz en su misión, antes que nada tiene que permanecer –en cada uno de sus miembros y en su conjunto– a la escucha de Dios, de modo que responda a lo que Dios quiere para ella y para el mundo.

      En especial los últimos Papas han promovido la "purificación de la memoria" en la Iglesia. Es decir, el pedir perdón junto con el poner los medios para que los pecados y los escándalos no se repitan. A pesar de todo es previsible, como dijo ya el Maestro, que siempre habrá escándalos. Hay que intentar que no se produzcan, no ya los escándalos sino sus causas y raíces. Especialmente escandaloso es el mal que se hace con ocasión de las tareas de la Iglesia, en concreto el daño causado por algunos sacerdotes en la labor educativa con los niños y jóvenes. Al mismo tiempo, no puede olvidarse que Jesús estuvo clavado en la Cruz y dio hasta la última gota de su sangre por la santidad de la Iglesia y la de la humanidad. Nos conoció a cada uno, dice San Pablo, y dio su vida por nosotros. La Cruz ni puede olvidarse, ni convertirse –para un pecador– en un pretexto para seguir pecando. La Cruz existe porque existe el pecado, y el pecado existe porque existe la libertad. Lo que se requiere es enseñar de verdad a ser libres, y esto significa buscar siempre la verdad y el amor en todas las cosas (lo contrario no es libertad sino esclavitud).


La permanencia de la Iglesia está garantizada por Dios

     Dicho todo lo anterior, no es cierto que la Iglesia se esté hundiendo o vaya a desaparecer. Tiene en la historia su permanencia garantizada por Dios. Esto no significa que en determinados países o regiones del mundo no puedan dejar de existir los cristianos (como de hecho ha sucedido). La pregunta es si entre nosotros, aquí y ahora, en nuestras familias, en nuestras ciudades, en nuestros países, está sucediendo o puede suceder esto. No falta quien señale datos negativos y patentes, con formulaciones un tanto provocativas y simplificadoras: el declive de la práctica religiosa, el descenso y las defecciones de sacerdotes y religiosos, lo irreversible de la modernidad, el tozudo "formalismo" de la institución eclesial, etc. De ahí se deduce a veces, como si fuera una consecuencia evidente, que la doctrina y la moral de la Iglesia ya no sirven, o que su lenguaje es moralizante e inadaptado para nuestra época, y tendría que ser más "espiritual" o "místico".

     Habría mucho que decir y matizar en cada uno de estos temas (bastaría con hojear el Catecismo de la Iglesia católica para desmentir esas falacias). La solución no viene ni por la negación de la Revelación cristiana (las Escrituras y la Tradición de la Iglesia) ni por la negación ingenua de la realidad, ni por el pesimismo. La solución hay que buscarla viviendo personalmente con autenticidad el Evangelio y ayudando a los demás a descubrir el mensaje cristiano. Y esto incluye el esfuerzo por evitar el pecado y acercarse a la santidad, por el amor y la cruz. No buscamos los cristianos la cruz por sí misma, sino porque queremos imitar a Cristo que nos redimió en la cruz; y queremos unirnos con Él en lo que realizó en la cruz, y así "corredimir" con Él abrazando la cruz, el dolor; sobre todo cuando no se puede evitar, y mientras se trata de evitar. Cristo, dijo Pascal, está en agonía hasta el fin del mundo.


La verdadera reforma: reforma "en la continuidad"

      Escribió San Agustín en su libro "la Ciudad de Dios", que, en su caminar, no le faltan a la Iglesia ni las persecuciones del "mundo" –de quienes se consideran contrarios a la fe– ni los consuelos de Dios. Ciertamente, los hijos de las tinieblas son con frecuencia más activos que los hijos de la luz. Ciertamente, hay una labor de cultura que hay que impulsar en tantos lugares (para compensar el "pan y circo" que aborrega a muchos ciudadanos). Ciertamente, los jóvenes piden que se les presente el Evangelio en toda su belleza y atractivo. Ciertamente, podríamos esforzarnos en aprovechar más los tesoros de la liturgia y de la espiritualidad cristianas, o mejorar nuestra sensibilidad por los más pobres y necesitados. Pero todo esto no se hace de un día para otro, ni se puede vender como en rebajas, a costa del bien, de la verdad, de la unidad.

      Y también, ciertamente, nada de ello es una utopía. La Iglesia no es inmóvil –ha recordado Benedicto XVI citando a San Buenaventura– porque "las obras de Cristo no van atrás, no disminuyen, sino que progresan". No cabe ceder –añade el Papa– ante un utopismo espiritualista o anárquico, que se viene repitiendo cansinamente tras el Concilio Vaticano II. "Algunos –señala– estaban convencidos de que todo sería nuevo, que habría otra Iglesia, que la Iglesia preconciliar acabaría y que tendríamos otra completamente diferente. ¡Un utopismo anárquico! Y gracias a Dios los sabios timoneles de la barca de Pedro, el papa Pablo VI y el papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y por la otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que es siempre Iglesia de pecadores y siempre lugar de Gracia" (Audiencia general, 10-III-2010). Y, podría añadirse, el Papa actual lleva con mano segura el timón de esta barca, que por momentos puede parecer una barquichuela zarandeada por una tormenta –no rara vez provocada por sus enemigos, al menos en parte–, pero que no se hundirá.

      Por tanto, a pesar de los pecados y de los escándalos de algunos cristianos, cabe recordar las palabras de Benedicto XVI al comienzo de su pontificado: "La Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos".

(primera versión publicada en www.zenit.org, 20-III-2010)

miércoles, 26 de enero de 2011

Tierra de abundancia



Tierra de abundancia. Así se titula la película de W.Wenders (Land of plenty, 2004; ver más información) que puede considerarse como una alegoría de nuestra situación en Occidente (sí, a pesar de la crisis).
            Se ha puesto de relieve que la película examina el impacto psicológico que produjo el atentado del 11-S, en 2001, sobre muchos americanos. También, que transmite un mensaje universal sobre los sentimientos humanos y las ganas de vivir. Uno de esos cuentos que enseñan profundizando en las heridas, para curarlas poco a poco. Como telón de fondo, la dignidad de las personas, las relaciones familiares, la paz. Muestra una mezcla de ingenuidad con extrañeza, ante la aparente incapacidad para percibir el dolor de unos o de otros.


Predilección por los más necesitados

            Sin decirlo todo la película apunta una luz esencial. Esa luz se descubre sobre todo en la oración de Lana (“Gracias por este día, por la habitación, por mi vida”; “tienes que ayudarme en esto… sé que no puedo hacerlo yo sola”; “ayúdanos en nuestra impotencia”) y la misericordia hacia los más pobres y desheredados (“Cristo prefirió vuestra compañía”).
            Muy cierto. La predicación de Jesús de Nazaret comenzó anunciando a los pobres la Buena Noticia de que también para ellos ha llegado la salvación y la liberación. En su predicación, advirtió que el juicio final de salvación o condenación depende sobre todo de la caridad y la misericordia. Cierto que Cristo vino para todos. Pero mostró una predilección por los pobres. Precisamente para mostrar el porqué y el cómo de esa predilección, proclamó la pobreza de espíritu (virtud cristiana); es decir, la necesidad de estar desprendidos de los bienes materiales; de oponernos a la codicia y al consumismo desenfrenado, y manipulado, que destruye a las personas y acrecienta escandalosamente las diferencias sociales.
            “La Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres”, afirma el Catecismo. “El amor a los pobres –explica– no abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa”. Cristo se compadeció de las miserias humanas, materiales y espirituales. Los hambrientos del mundo nos queman el corazón y por ellos hemos de trabajar y rezar sin pausa. Una gran pobreza es la carencia de la amistad con Dios, hoy muy extendida por el materialismo de la cultura dominante. Para la Iglesia, los oprimidos por la miseria son “objeto de un amor de preferencia”.
            Al mismo tiempo, Jesús, que echó en cara la hipocresía del que criticaba el “derroche” del rico perfume sobre su cabeza mientras robaba el dinero destinado a los pobres, Jesús invitó a reconocerle precisamente en los más necesitados: en los pobres, en los enfermos, en los perseguidos.
         La Iglesia ha procurado siempre atender a los necesitados. En 1985, el Sínodo extraordinario que celebraba los veinte años del último concilio declaró: “Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia, se ha hecho más consciente de su misión para el servicio de los pobres, los oprimidos y los marginados”. Y Juan Pablo II observó que, más allá de ideologías contrapuestas, el amor (o la opción) preferencial por los pobres es un signo principal de la autenticidad del Evangelio y, por tanto, de la credibilidad del mensaje cristiano.
            Un signo, cabría añadir, que reviste en cada cristiano formas diversas de expresión, según su condición en la Iglesia y en el mundo.  “Ignorarlo –decía el Papa polaco– significaría parecernos al ‘rico epulón’ que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta”.


Un actitud decisiva para vivir el Evangelio

            Recapitulemos. El amor preferencial por los pobres aparece como una actitud decisiva, que la Iglesia propone para todos los cristianos en nuestro tiempo. Ese amor se dirige tanto a la pobreza material como a la espiritual. Implica el desprendimiento como virtud, porque sólo el que renuncia voluntariamente al uso egoísta de los bienes materiales, puede optar por el pobre, percibir su realidad y servirle adecuadamente (pobreza como opción).
            San Pablo supo captar esa autenticidad del Evangelio en su raíz teológica, y vivirla con todas sus consecuencias. Lo confirmaba Benedicto XVI en la inauguración de la V Conferencia del CELAM (Brasil, mayo de 2007): “La opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza”.
            Para Occidente en su conjunto, la situación actual reclama una reflexión profunda y un cambio igualmente profundo, que afecta a todas las esferas de la cultura: al sentido de la vida y del trabajo, el mundo que queremos dejar a los jóvenes, la responsabilidad por la tierra, etc. Para el cristianismo se trata de coherencia y autenticidad. En su tercera encíclica, Caritas in veritate, lo afirma Benedicto XVI proponiendo vías abiertas a la conciencia de los cristianos y de tantas personas de buena voluntad, que pueden y deben ser protagonistas del desarrollo de las culturas en épocas de crisis, no sólo económica, sino ante todo de valores.
            Teresa de Calcuta lo señaló justamente: “A menudo los cristianos nos convertimos en el mayor obstáculo para cuantos desean acercarse a Cristo. A menudo predicamos un Evangelio que no cumplimos. Ésta es la principal razón por la cual la gente del mundo no cree”. La autenticidad del cristianismo resplandece en la caridad.
            Land of plenty. Al final de la película suena el estribillo de la canción de Leonard Cohen: “…Alzo mi voz y rezo: que algún día, en la Tierra de la Abundancia, haya luces que esclarezcan la verdad”. 

Publicado en www.analisisdigital.com, 9-IX-2008
Reproducido en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios", ed. Eunsa, 2010

lunes, 24 de enero de 2011

Pilares de la unidad

Caravaggio, La conversión de San Pablo (Odescalchi), 1600

El impulso a la unidad de los cristianos (el ecumenismo) es uno de los objetivos principales de este pontificado. Se trata de un compromiso que todo cristiano debe asumir, mediante la conversión personal, haciendo suya esta tarea en la que la Iglesia entera está empeñada: “El serio deber de conversión a Cristo –ha dicho Benedicto XVI el 23 de enero– es el camino que conduce a la Iglesia, con los tiempos que Dios dispone, a la plena unidad visible”. No en vano la Semana de la Unidad se clausura tradicionalmente el día de la conversión de San Pablo.
           Caravaggio pintó dos veces la conversión de Saulo camino de Damasco. En la primera (obra llamada Caravaggio Odescalchi, pues lleva el apellido de la familia romana que la posee), Saulo se encuentra con Cristo en la forma de una luz cegadora. Le ordena que deje de perseguirle y se convierta en su testigo. El Apóstol no vió a Cristo, pero el pintor lo representa sujetado por un ángel y alargando su mano hacia Saulo, como para levantarle e impulsarle a su misión. El caballo y un viejo soldado parecen interponerse entre Saulo y la Luz.
            Todos necesitamos “caer del caballo”, para apoyar mucho más la causa de la unidad, primero con la oración y la caridad. 
          Este año, el lema de la Semana de la unidad recuerda a los primeros cristianos de Jerusalén, con las palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42).
            En la audiencia general del 19 de enero, el Papa se ha detenido en estos cuatro pilares característicos de la primitiva Iglesia de Jerusalén, según el relato de San Lucas, y que deben estar presentes siempre en toda comunidad cristiana, tanto a nivel universal como local.
            Ante todo, los primeros cristianos se reunían para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, es decir, “la escucha del testimonio que éstos dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesús”. También hoy, dice Benedicto XVI, el impulso a la unidad de los cristianos comienza en la confesión de la fe apostólica. Y lo que confesamos los cristianos –cabe recordar– es lo que dice el Credo. Por eso hay que preguntarse si conocemos bien lo que decimos creer, junto con sus implicaciones en nuestra vida cotidiana (saberse hijo de Dios, poner a Jesucristo en el centro de la propia existencia, promover –por medio de la oración y los sacramentos– la vida espiritual en plena docilidad al Espíritu Santo).
            Segundo, la vida común o la comunión fraterna, que es la expresión más visible de la unidad entre los cristianos. La fraternidad cristiana se manifiesta necesariamente en la preocupación por las necesidades de los demás: “Tenían todo en común, y quien tenía propiedades y bienes los vendía para distribuirlos a los necesitados (cf Hch 2,44-45). El Papa lo traduce para nosotros en presente: “Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: es una obligación fundamental”. Por eso habría que preguntarse: ¿demostramos ante Dios, ante nosotros mismos y el mundo, una preocupación “contante y sonante” (que se vea y se toque) por los más necesitados?, ¿o pensamos que esto es cosa de otros, o que el Estado-providencia se ocupará de ello?
Tercero, la “fracción del pan”, otro nombre de la Eucaristía, como actualización de la entrega total de Cristo en la Cruz. La Eucaristía es lo que más nos une en la Iglesia, al hacernos vivir de Cristo. Pero hasta que no estemos unidos –lamenta Benedicto XVI– no podremos celebrar juntos la Eucaristía. Esto nos duele, debe llevarnos a rezar más, a pedir perdón por nuestros pecados y a crecer en la caridad. ¿Lo hacemos así?
Cuarto y último –pero no menos importante–, la oración: “La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña sus vidas cotidianas en obediencia a la voluntad de Dios”, como señala San Pablo. La oración cristiana participa en la oración de Jesús, es una experiencia de nuestra filiación divina y por tanto nos lleva también a abrirnos a la fraternidad y al perdón. La oración es el “medio” al alcance de todos para abrirnos a la unidad, que es don de Dios y no construcción nuestra. ¿Cómo, dónde, cuánto rezamos cada día?
En definitiva, concluía el Papa, “como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, debemos ofrecer un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y apoyado por la razón, del único Dios que se ha revelado y que nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos”.
Estos cuatro pilares (la fe, la caridad, la vida sacramental y la oración) son la base necesaria para avanzar en la unidad de los cristianos. Se corresponden con las dimensiones esenciales de la Iglesia: Palabra, sacramentos y caridad; es decir, las formas en que Cristo se encuentra con las personas y a través del Espíritu Santo las incorpora plenamente a la salvación.
Sobre esa base cada uno podrá colaborar con otros cristianos (u otros creyentes o, en general, personas de buena voluntad), según las condiciones y circunstancias de su vida diaria, en muy distintos ámbitos (formativo, interreligioso, social, cultural y ético, etc.) . Lo importante, hoy y ahora, es plantearse: ¿cómo cimentar bien mi vida, convirtiéndome continuamente sobre estos pilares de la unidad, para colaborar –con mi familia o mis amigos, en el ámbito de mis tareas y relaciones profesionales y socioculturales– en la credibilidad y extensión del Evangelio?

(versión ampliada del original, publicado en www.analisisdigital.com, 24-I-11)


domingo, 23 de enero de 2011

La “bondad” y sus apariencias




Hay muchos que dicen, y seguramente lo piensan: “Yo soy bueno, porque no mato, ni robo, ni violento a los demás…”. Puede parecer que la palabra “bueno” significa una sola cosa y la misma en todos los idiomas, pero no es así. De hecho tiene múltiples sentidos en castellano, a los que cabe añadir diversos matices que implica el uso de sus equivalentes en otras lenguas.
            Según el diccionario del castellano, bueno se refiere ciertamente a la bondad, pero también a lo útil, agradable o apetecible; asimismo se dice de algo grande o fuera de lo normal, aunque no sea precisamente bueno moralmente (buena cuchillada); bueno es igualmente algo sano (no enfermo ni deteriorado) o suficiente. En definitiva, no siempre está del todo claro lo que se quiere decir con “bueno”.
            “Bueno” se titula precisamente una película: “Good” (Vicente Amorin, 2008. Ver trailer), basada en el texto homónimo del escocés C. P. Taylor, y que puede verse como un caso para reflexionar sobre lo que dice nuestro título: la bondad y sus apariencias.
            La acción se sitúa en Alemania a principios de los años treinta. Se trata de John Halder, un psiquiatra bien parecido, prestigioso profesor universitario y escritor en ciernes. Es una “buena persona”, o eso parece: buen hijo, con su madre enferma; fiel, atento y afectuoso con su esposa; buen padre, cariñoso, con sus hijos; buen amigo, especialmente con su propio médico, Maurice, judío. Aunque parece seguro de lo que piensa y de lo que quiere hacer, sin embargo no es un hombre de pensamiento claro, convicciones definidas o ética personal inequívoca (nadie, podría decirse, es “totalmente bueno”).
            En la primera novela del Dr. Halder, los nazis descubren el argumento de la “compasión” como motivo para “acortar” el sufrimiento “inútil” por medio de la eutanasia. Eso les parece interesante para sus planes y se lo van ganando, por medio de halagos, prebendas e incluso, de vez en cuando, a medida que pasa el tiempo, pequeñas advertencias. Poco a poco John pierde todo lo valioso que tenía: su madre (a la que ha ido descuidando, hasta que ella muere), su esposa y sus hijos (a los que abandona por otra mujer), y su mejor amigo (a quien deja indefenso en circunstancias ya amenazadoras para los judíos, para no correr, el mismo Halder, excesivos riesgos en su reputación social).       
            Cuando estalla la persecución hacia los judíos, el doctor Halder se encuentra investido del cargo de director de su departamento… y vestido de oficial de las SS. Se supone que él no quiere hacer nada malo, pero…
            En el Evangelio, Jesús rechaza incluso que un joven le llame –¡a Él, que es el Hijo de Dios!– maestro bueno: “¿Por qué me llamas ‘bueno’? Nadie es bueno sino uno solo: Dios” (Mc 10, 18). En otro momento (Lc 18, 9-14), se sirve, para su enseñanza, de la parábola de un fariseo que se creía bueno, pero en el fondo era, como otros muchos, un hipócrita, incapaz de caer en la realidad de sus defectos… y pecados.
            Aunque la crítica cinematográfica no la considere de gran calidad, lo cierto es que la película “Good” transmite bien lo que quiere decir. No trata sólo de nazis, sino que puede entenderse también referida a muchas personas que, siendo más o menos “buenas”, o pareciéndolo, se dejan llevar por las circunstancias –o mejor sería decir las conveniencias– y terminan cometiendo verdaderas atrocidades o siendo cómplices de ellas. Esto no es ninguna teoría, sino algo lamentablemente común, que, en algún grado menor, podría sucedernos a cualquiera.
            Así, algo que al principio se considera “bueno” (pero que, si se examina más de cerca, seguramente no es “trigo limpio”) puede transmutarse, de modo sibilino, en una ilegítima cooperación al mal. El caso es que la apatía, el  silencio, el dejar hacer, la mediocridad o la cobardía de los “buenos” –o de los que así se creen o nos creemos– puede llevar a traicionar nuestra propia dignidad y destruir las personas y las realidades que más queremos. ¿No fue Dostoiewsky el que dijo que cuando Dios no está presente (Dios y la unión con Dios es la única garantía de “lo bueno”), todo está permitido?
            Pensemos en nuestros planteamientos y en nuestros hechos; en nuestras ideas, más o menos contrastadas, y en nuestra conducta real; en la veracidad de nuestra información, en la calidad de nuestra “formación”… y en nuestro obrar cotidiano. Y los cristianos, examinemos además la autenticidad de nuestra unión con Dios, de nuestra oración, y, como consecuencia, de nuestra caridad. No confiemos demasiado en lo que por ahí “se” llama bueno. Y trabajemos “con hechos” a favor de lo que en 1962 dijo Joseph Ratzinger: “El mundo vive del hecho de que siempre ha habido quienes han creído, quienes han esperado y amado”. 

(publicado en www.forumlibertas.com, 20-XI-09)

martes, 18 de enero de 2011

El testigo como educador

Diversas películas se han fijado en el papel del educador, apuntando, con más o menos fortuna, a su importante tarea, no siempre comprendida ni apreciada en lo que merece. Entre ellas cabe referirse a dos.


    La primera es “El Club de los poetas muertos”  (Dead Poets Society, dirigida por P. Weir, 1989, a partir de una novela de N. H. Kleinbaum. Ver trailer). Un grupo de alumnos de un colegio estadounidense de estricta disciplina son introducidos en la poesía, y animados a aprovechar su vida (“carpe diem”) por un singular profesor, que despierta sus mentes con métodos poco convencionales .
    Algunos comentadores de la película subrayan su éxito para poner en cuestión los ritos de las escuelas tradicionales, a menudo estereotipados y desvitalizados. Hay que ayudar a los alumnos a descubrir sus propios caminos –se propone– y el profesor debe implicarse para enseñarles a pensar de modo creativo y crítico, y desarrollar la capacidad de amar, en lo que consiste realmente la vida; así se evitará que sean meros repetidores o receptores de lo que han escuchado. Sin embargo, cabe hacerse la pregunta de hasta qué punto el profesor consigue abrir a esos chicos dimensiones esenciales de la educación, como la trascendencia (el amor de Dios) y el verdadero amor a los demás.
    La segunda película, “Una educación” (An education, L. Scherfig, 2010. Ver trailer)  es una historia de base autobiográfica, ambientada en los años 60. Jenny, una joven londinense de 16 años, guapa e inteligente, se siente fascinada y seducida por los halagos de David, un treintañero que le promete la felicidad. Ante los halagos solícitos de David, el entorno familiar y escolar de Jenny se le aparecen entonces como aburridos, raquíticos, privados de alma y horizontes.
    Los comentadores del film suelen concluir que la calle se revela como la mejor escuela para liberarse del aburrimiento y la ingenuidad, la superficialidad y las apariencias de una educación puritana; la calle sería también una escuela que, pagando cierto precio, enseña a rechazar la frivolidad irresponsable. ¿Pero es así de hecho?
    Ciertamente, no se pueden repartir de modo simple los papeles educativos, de manera que la escuela o la universidad enseñen la “razón”, la familia aporte la “tradición” y la calle contribuya decisivamente con la “experiencia”, dejando –en el caso de la formación cristiana– a la parroquia el papel de abrir la dimensión trascendente o religiosa de la persona. Pero, ¿cómo hacer que cada uno de esos ámbitos aporte su propia riqueza, subrayando en cada caso la dimensión educativa conveniente, pero con apertura a las otras dimensiones, también esenciales, de la tarea educativa?
    El cristianismo propone muchas figuras de educadores, pero ante todo propone una visión del cristiano como alguien que necesita una formación y que a su vez debe contribuir a formar a los demás. Un educador muy especial fue San Juan Bautista. Él reconoció ser solo la voz de la Palabra (Cristo) que venía detrás pero era más importante que él. Aunque es un caso único (todos lo son), de él podemos seguir aprendiendo los cristianos, porque, según Pablo VI, “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos”. En San Juan Bautista se ve cómo su enseñanza se identificó con su testimonio.   
    En el Museo catedralicio de Toledo se exhibe una pintura atribuida a Caravaggio (h. 1598), que representa a San Juan Bautista en el desierto.
 
     El santo aparece sobre un trasfondo de vides (que pueden evocar el vino de la última Cena) y tallos espinosos (quizá en recuerdo de la corona de espinas que pusieron al Señor en su Pasión).  San Juan descansa sobre una capa roja (color del sacrificio), y con su mano izquierda sostiene una fina cruz. En actitud meditativa mira hacia sus pies, donde está sentado un manso cordero: representa obviamente al “Cordero de Dios” que quita los pecados del mundo, y que había sido prefigurado por aquél otro cordero que se ofreció como víctima para que los judíos pudieran salir de Egipto.
    En otro cuadro sobre San Juan Bautista (Museo Nelson-Atkins, Kansas City ),  debido éste con certeza al pincel de Caravaggio, se presenta al santo apoyado en la cruz e inclinado hacia delante, como para descender o arrodillarse en cumplimiento de su tarea. El destino de esta pintura era una iglesia de un lugar en la costa de Italia, donde se cuidaba y se enterraba a los enfermos invadidos por la peste. Ellos se acogían a la intercesión de San Juan para que les curase y les acercase el perdón de Cristo. En su mano derecha lleva también la cruz delgada, quizá en referencia a la “caña sacudida por el viento” (Lc 7, 24) de la que hablaba el Señor. Todo ello –según Peter Robb, uno de los biógrafos de Caravaggio– parece sugerir el misterio del Bautista, de su misión y de su destino.
    En definitiva, para el cristianismo, el educador es sobre todo el “testigo”, es decir, el cristiano auténtico que vive, primero él, de la Palabra (del Evangelio y de la oración, porque ahí encuentra a Cristo) y de los sacramentos (especialmente de la Eucaristía, donde también se encuentra –siempre de nuevo y con más profundidad y fuerza– con Cristo). Palabra y sacramentos dan como fruto el amor a Dios y a los demás.
    Con ese bagaje personal, los educadores han de plantear, con sabiduría, confianza y cercanía, las grandes cuestiones (la relación entre verdad y amor, felicidad y sufrimiento, libertad y autoridad, etc.) y educar las actitudes cristianas (como el compromiso con los necesitados y la misericordia).
    En cualquier caso, en la situación actual de urgencia educativa  (cf. Benedicto XVI, Carta-mensaje sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008), se trate de los padres o madres de familia, de los sacerdotes o catequistas, de los profesores, amigos o cualquier persona que puede contribuir a la formación de otras, el educador válido sólo puede ser un testigo de la verdad y el amor. 

(publicado en www.religionconfidencial.com, 17-I-2011)

viernes, 14 de enero de 2011

De música y amistad

 


La película "El Concierto" (dirigida por el rumano R. Mihaileanu, 2009), es un simpático muestrario de los anhelos profundos del corazón humano. Una especie de cuento acerca de la orquesta rusa Bolshoi (Moscú), cuyas actividades habían sido prohibidas en la época de Brézhnev. Sus componentes fueron declarados “enemigos del Pueblo” y su director, Andrei Filipov, destituido por no expulsar a los músicos judíos e interrumpido en pleno concierto por la KGB, pasando a ser limpiador del local.
            Treinta años después, se les presenta la oportunidad de una revancha, con un concierto en el prestigioso teatro musical del Châtelet, en Paris. Además de buscar a sus antiguos músicos –que viven como pueden–, Andrei contrata a una conocida violinista francesa, Anne Marie. Cenan juntos el día antes del concierto.
            Ella le confiesa que no conoció a sus padres, un biólogo y una antropóloga, que murieron en un accidente de avión, en los Alpes: “Desde niña siempre he buscado la mirada de mis padres… Cuando toco, lo que me gustaría conseguir es su mirada un segundo, sólo un segundo”. Andrei le cuenta lo que le aconteció a él hace treinta años: le habla de Lea, una violinista judía, y de su marido Isaac. Y de lo que pasó aquel día, interpretando el Concierto para violín y orquesta de Tchaikovski. Recuerda especialmente a Lea: “Su violín mágico me llevó a mí y a la orquesta al cielo… Todos volamos, junto al público, a la última armonía… Pero el concierto se acabó a la mitad… Caímos desde muy alto…”.
            Pero Anne Marie le responde diciéndole que lo de ahora es una locura: los músicos no son precisamente los que eran, Andrei se ha convertido en un bebedor… y ella nunca ha tocado Tchaikovsky: – “Yo no soy Lea. Y juntos no conseguiríamos la última armonía…No debemos hacer este concierto juntos. Sería un fracaso”.
            Uno de los músicos, el judío Sacha, trata de convencerla, diciéndole que quizá al final del concierto encuentre a sus padres: – “La música a veces nos ayuda a crecer. Nos da respuestas. Tenemos dudas antes de tocar música, y miedo a la verdad…”.
            Andrei y Sacha, y la mánager de Anne Marie, todos parecen saber quiénes eran los padres de Anne Marie, pero no se lo dicen. Desean que ella lo vaya descubriendo, precisamente a través de su violín y del concierto en el que interpretará a Tchaikovsky, sobre una partitura anotada hace años por Lea…
            Dejemos en suspense el resto (ver la última escena: 13:16') y volvamos a nuestra realidad. En 2009, meses antes del estreno de la película, radio France-Bleu (Grenoble) alababa especialmente la “humanidad” del film, que sabe presentar temas espinosos con inteligencia y buen humor. El director señalaba que, efectivamente, “la apuesta, el tema de la película es la amistad, la solidaridad… el mestizaje de culturas, los encuentros”. Se trata de una metáfora de la “invasión” cultural del Este en la Europa occidental, que produce una mezcla un poco explosiva. Quiere mostrar –sigue explicando–, con atención al contexto histórico, que el ser humano está siempre ahí y puede estar orgulloso de sí mismo; recordar que “hoy, cuando nuestro pequeño planeta pasa un momento difícil, el ser humano sigue siendo bello y digno”. Como ha escrito John Underwood, crítico cienematográfico inglés, esta película abre los ojos, los oídos y el corazón del espectador.
            Música, amistad, belleza. En la perspectiva cristiana cabe –utilizando la terminología de C.S. Lewis– recordar los tres amores (afecto, amistad, “eros”) que son un reflejo y un camino para descubrir y vivir la caridad (amor divino). La caridad perfecciona los amores humanos y, respetándolos en su más alta belleza, verdad y bien, los transforma en alabanza a Dios y servicio a los demás. De este modo, la película invita a alcanzar “la última armonía” del horizonte humano. De ahí también que un cristiano siempre deba preguntarse cómo va respondiendo a los “amores” que Dios ha sembrado en su vida, hasta convertirla en un testimonio y compromiso de Amor.
            En la película se muestra sobre todo el valor de la amistad. Las relaciones de amistad –surgidas con ocasión del trabajo profesional de los músicos y entremezcladas con las relaciones familiares– pueden verse, en efecto, como un resplandor del amor divino, que llama a participar en él, para hacer “un mundo nuevo” (cf. Apoc. 21, 5).
            En cuanto a la música, como todo arte, es don de Dios y desarrollo del hombre, expresión de la vida y la esperanza humanas, pues “a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra” (Juan Pablo II, Carta a los artistas, n. 2). Con motivo del quinto aniversario de su elección (29-IV-2010), señaló Benedicto XVI el lugar importante de la música en la educación, especialmente de los jóvenes: “La música es capaz de abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu y conducir a las personas a alzar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutas, que tienen la fuente última en Dios”.

(publicado en www.religionconfidencial.com, 13-IX-2010)


miércoles, 12 de enero de 2011

La fe, camino de belleza


 La Santísima Trinidad, El Greco (1577-1579), Museo del Prado
http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Trinidad_El_Greco2.jpg

Peregrino entre los peregrinos, el Sucesor de Pedro llegó a Santiago. Vino para ponerse a los pies del Apóstol –dijo nada más pisar suelo español– “y dejarse transformar por el testimonio de su fe”.
            El abrazo al Apóstol le dio ocasión para explicar: “La Iglesia es ese abrazo de Dios en el que los hombres aprenden también a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la imagen y semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su ser, y que es origen de la genuina libertad”. Y la Iglesia somos los cristianos, llamados a “vivir iluminados por la verdad de Cristo, confesando la fe con alegría, coherencia y sencillez, en casa, en el trabajo y en el compromiso como ciudadanos”.
            Entonces –se preguntaba en la plaza del Obradoiro–, ¿cómo es posible que en Europa se haya visto a Dios como antagonista del hombre y enemigo de su libertad? ¿Cómo es posible que se le reduzca al “silencio público”, que se pronuncie su nombre en vano o se le utilice para fines perversos?
            Es necesario que el nombre de Dios resuene de nuevo en Europa, “en la vida de cada día, en el silencio del trabajo, en el amor fraterno y en las dificultades que los años traen consigo”. Y para lograrlo, hay que fijarse en el significado de la cruz que aparece ante los peregrinos en las “encrucijadas” de su caminar. La cruz nos habla de la necesaria conexión entre la fe en Dios y la fraternidad entre las personas, que son hijos de Dios.
            Al llegar a Santiago había señalado que también la Iglesia es peregrina: “La Iglesia lleva a cabo su propio camino interior, aquél que la conduce a través de la fe, la esperanza y el amor, a hacerse transparencia de Cristo para el mundo”. Ahora concluía su homilía invitando a Europa “a ser a la vez la Europa abierta a la trascendencia y a la fraternidad con otros continentes”.
            En la Sagrada Familia de Barcelona, consideró Benedicto XVI cómo Gaudí logró “superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza”. Y lo hizo “no con palabras, sino con piedras, trazos, planos y cumbres”.
            En efecto, y la belleza de ese templo edificado para celebrar la Eucaristía es símbolo de la Iglesia como familia de Dios y de la vida cristiana personal. Gaudí representó en esa obra de arte lo que cada cristiano –y aun cada mujer y hombre– están llamados a realizar: alabar a Dios y servir a los hombres “en el corazón del mundo”, con la materia misma de sus vidas y de sus afanes, en los sucesos normales de la existencia, a través del esfuerzo por atender a las necesidades de los demás. Dar gloria a Dios con toda la vida es la verdadera Vida del hombre. Proponía el Papa que la gran tarea de los cristianos es –en su vida de cada día– “mostrar a todos que Dios es Dios de paz y no de violencia, de libertad y no de coacción, de concordia y no de discordia”.
            De este modo la belleza –reflejo de Dios y necesidad del hombre– puede brotar del corazón humano capaz de reconocer a Dios, amarle y amar todo lo que ha creado, colaborando en la construcción del mundo por medio de la cultura y el trabajo. El templo es símbolo de todo eso, recordó citando a Gaudí: “Un templo (es) la única cosa digna de representar el sentir de un pueblo, ya que la religión es la cosa más elevada en el hombre”.
            Gaudí presenta a la Sagrada Familia de Nazaret como centro de toda familia, “esperanza de la humanidad, en la que la vida encuentra acogida, desde su concepción a su declive natural”. También la Iglesia se entiende como familia de Dios y semilla de fraternidad universal. La Iglesia –como cada cristiano en ella y cada familia cristiana–  debe ser, según Benedicto XVI, “icono de la belleza divina, llama ardiente de caridad, cauce para que el mundo crea en Aquel que Dios ha enviado” (cf. Jn, 6, 29). Y el templo de Dios lleva a mostrar que “todo hombre es un verdadero santuario de Dios, que ha de ser tratado con sumo respeto y cariño, sobre todo cuando se encuentra en necesidad” (visita a la obra benéfico-social “Nen Deu”).
            Así se entiende que durante su homilía en Barcelona dijera el Papa que los cristianos deben ser “testimonios de santidad” en esta tierra.
            Etsuro Sotoo –el escultor japonés que trabaja en la Sagrada Familia y que se convirtió al catolicismo en 1991– afirma: “Gaudí no sólo construía el templo, sino que el templo le construía a él. Lo mismo he experimentado yo en estos años”. Y añade que toda obra de arte necesita completarse con la contemplación del que la capta.
            El viaje de Benedicto XVI a España ha puesto de relieve que la fe cristiana es un camino que lleva a descubrir la Belleza y manifestarla a otros. 


(primera versión publicada en www.religionconfidencial.com, 8-XI-2010)

martes, 11 de enero de 2011

Palabra de Dios para el mundo

Introducción a la tercera parte de la exhortación apostólica
“Verbum Domini”, 30-IX-2010



 Icono del sembrador. Iglesia ortodoxa de San Constantino y Santa Elena 
(Cluj, Rumanía)

Verbum mundo. La tercera parte de Verbum Domini desarrolla el lugar central de la Palabra de Dios en la misión de la Iglesia para la salvación del mundo. Cristo es el “narrador” del Padre, el “exégeta” de los designios divinos. La Palabra de Dios, que en Cristo encuentra su plenitud, nos hace partícipes de su vida y su misión: anunciar la “gran esperanza” en Dios, que nos ha amado hasta el extremo. De hecho, la experiencia de las primeras comunidades cristianas era que la Palabra de Dios se iba extendiendo y fructificando en los corazones y en las culturas, y con ella el Reino de Dios que viene con Jesús (nn. 90-91).
            Hoy toda la Iglesia –cada cristiano según su condición– se encuentra llamada a redescubrir la urgencia y la belleza del anuncio de la fe. Un anuncio que pide ser acompañado por el testimonio de vida, como condición de credibilidad. Toda la Iglesia es misionera: no sólo ante los pueblos que no conocen el Evangelio, sino también hacia el interior de sí misma, pues hay “muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios” (n. 96). La Palabra de Dios se sitúa así en el centro de la nueva evangelización.
Pero es necesario que la Palabra de Dios “no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace vivir” (n. 97). De ahí, en primer lugar, que la interpretación más profunda y completa de la Escritura se encuentre en la vida de los cristianos que han llegado a ser santos; es un “rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (n. 48). Y en segundo lugar, que una lectura orante de la Biblia sólo puede darse con el Espíritu con que fue escrita; es decir, “en la Iglesia” y teniendo como centro la vida litúrgica (n. 86).
La vida cristiana es la prueba más clara de que la Palabra de Dios “se puede vivir” con los dones de la fe y los sacramentos de la fe, y de que la Palabra “hace vivir”, según el significado pleno que tiene el término “vida” aplicado a los hombres: fuerza o actividad interna y sustancial, mediante la que cada uno actúa buscando los fines que Dios ha puesto en la naturaleza humana, para que podamos acercarnos a nuestra perfección: la Verdad, el Bien, la Belleza.

Compromiso cristiano en el mundo

            “La misma Palabra de Dios reclama la necesidad de nuestro compromiso en el mundo y de nuestra responsabilidad ante Cristo, Señor de la Historia”. Lo que equivale a decir que, para que sea auténtica –y por tanto, creíble–, la vida cristiana lleva al esfuerzo por la justicia, la reconciliación y la paz (n. 99). Directamente todo ello es tarea propia de los fieles laicos. De ahí la insistencia en la Doctrina Social de la Iglesia (n. 100), como referencia imprescindible para la acción de los cristianos.
La Doctrina Social no es una mera colección de principios más o menos abstractos, extraídos de las encíclicas papales; sino una dimensión esencial de la fe y la doctrina cristianas. Por eso, “escuchando con disponibilidad la Palabra de Dios en la Iglesia, se despierta la caridad y la justicia para todos, sobre todo para los pobres” (n. 103).

Diversos ámbitos del anuncio

            Estos son los fundamentos de lo que luego se va concretando en diversos ámbitos del anuncio de la Palabra de Dios, como son la formación de los jóvenes (n. 104), la atención a los emigrantes (n. 105), los que sufren y los pobres (nn. 106 y 107). Como maestra de una “ecología auténtica”, la Palabra de Dios enseña a custodiar la belleza de la creación (n. 108).
            En relación con las culturas (nn. 109 y ss.), la Palabra de Dios las ilumina para que se abran al bien de los hombres y a la trascendencia; y, desde ahí, las lleva a superar sus propios límites “creando comunión entre pueblos diferentes” (n. 116). La misma Palabra favorece el diálogo entre las religiones evitando el sincretismo y el relativismo: partiendo de los valores comunes, conduce a las religiones a conocer al Dios único y a ponerse al servicio del bien común y del respeto por los derechos de las personas (nn. 117-120).
            En definitiva, si el anuncio de la Palabra de Dios es fuente de alegría, lo es en cuanto que crea una comunión; se trata, por tanto, de “una alegría profunda que brota del corazón mismo de la vida trinitaria y que se nos comunica en el Hijo” (nn. 2 y 123). Por eso, en los cristianos que viven auténticamente su fe se cumplen aquellas palabras que describen la actitud esencial de la vida de María: Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28)


(publicado en la revista "Palabra", enero de 2011, pp. 62-63)


viernes, 7 de enero de 2011

La estrella que aún resplandece

 Beato Angelico, Adoración de los Magos (h. 1540), 

El viaje de los Magos, siguiendo la estrella hasta Belén, contrasta a veces con tantos viajes que no llevan “a ninguna parte”; más aún, pueden significar una huida de uno mismo. Y ya se sabe lo difícil que es huir de la propia sombra.
     Un ejemplo de esto puede verse en la película Up in the air (J. Reitman, 2009). Interesante e instructiva –si se prescinde de algunas escenas y conversaciones procaces–, refleja la mentalidad que con frecuencia se propone en la cultura actual. Se trata de Ryan, un solterón simpático y agradable que se dedica a volar más de trescientos días al año, con la única meta de llegar a diez millones de millas, sin ningún tipo de ataduras ni compromisos personales. De vez en cuando da conferencias donde transmite su “filosofía”: propone ir por la vida con la “mochila” bien ligera; no sólo de cosas, sino sobre todo de vínculos y responsabilidades (nada de matrimonio, por ejemplo, sino relaciones esporádicas).
     (Se puede ver una de sus conferencias en:
http://www.youtube.com/watch?v=49bqm_uV5zM&feature=related).
     Un tipo aparentemente feliz y exitoso, cuyo trabajo consiste en representar a las empresas que no se atreven a despedir a sus empleados, para lo cual tiene preparado todo un formulario.
     A Ryan parecen no afectarle las vidas de los otros. Su mundo interior –simbolizado por esa mochila de la que habla en las conferencias– está vacío, y en su maleta lleva lo mínimo, para ganar tiempo y espacio. Todo lo que hace es impersonal. La película lo deja bien claro, al mismo tiempo que presenta las vidas de otras personas que sí mantienen compromisos, aunque mezclados con dudas, mentiras e infidelidades. Lo que se propone al espectador es la libertad para tomar cada uno la opción que le parezca. Aunque no se ocultan las consecuencias de las opciones. Cuando Ryan se da cuenta de que quizá necesite amar a una persona, descubre que para ella es simplemente “un paréntesis” o “una evasión”.
     Este ambiente relativista, con su propuesta indiferente tanto respecto de la verdad como del bien, contrasta con la propuesta de la fe cristiana.
     El cristianismo presenta la belleza de tener un compromiso que valga la pena, un proyecto de futuro, que implique llevar en la “mochila” a los demás y las cosas de los demás. Ésas son las alas que verdaderamente elevan sobre la tierra, sin dejar de tener los pies en el suelo. Ésas son las millas que vale la pena recorrer durante la vida, como una aventura fascinante, en compañía de los otros. El cristianismo propone: que encuentres tu felicidad no haciendo un paréntesis en tu vida, sino plenamente en ella, en todos los momentos, en todas las tareas, en todos los encuentros; no quieras evadirte de lo corriente, porque en lo cotidiano está también Dios (si no, no estaría en ninguna parte); vive de tal manera que seas capaz de exprimir el amor en cada instante; recuerda que el que se busca a sí mismo, termina "aislado", solo consigo mismo: consigue ciertamente lo que busca.
     Dicen las encuestas que los jóvenes actuales son básicamente desconfiados. No es extraño, no es culpa suya (¿qué les hemos mostrado?); es el reflejo de lo que ven a su alrededor, a lo que se suma el poso de algunas experiencias negativas. Al mismo tiempo, los jóvenes valoran cada vez más a la familia.
     Por eso los cristianos –especialmente los padres y los educadores–, hemos de mostrarles, con nuestra vida, que el proyecto que Jesucristo propone vale la pena; que el cristianismo no es un cúmulo de mandamientos y prohibiciones, que pesa, cansa y oprime; que formamos una familia universal, creemos en el amor y vivimos para que el amor se extienda por el mundo; y eso es posible, no es una utopía ingenua; que basta descubrir la estrella como los Reyes Magos, levantarse cuando se cae, pero no detenerse nunca. Aunque a veces cueste, cada uno ha de tener el coraje de denunciar, como dice la canción, “esta realidad tirana, que se ríe a carcajadas, porque espera que me canse de buscar” (A. Lerner, Todo a pulmón, 1983: http://letras.terra.com.br/lerner-alejandro/130009).
     Es preciso, ante todo, encontrar cada uno su estrella –la vocación–, para poder seguir el camino concreto por el que podemos colaborar con Dios en ese proyecto. ¿Pero cómo descubrirla? ¿Cómo ayudar a que otros la descubran?
     En su homilía de Epifanía, Benedicto XVI ha explicado que a Dios no se llega por los caminos del poder político (Herodes) o del mero conocimiento (los “expertos”). Aunque la política o la cultura puedan proporcionar válidas informaciones, otras veces constituyen barreras que se oponen al encuentro con Él. También para nosotros –señalaba el Papa– las cosas no son tan distintas como fueron para los Magos. Le pedimos a Dios que manifieste su poder para resolver nuestros problemas según nuestros criterios, nuestros deseos o nuestros caprichos, cuando no le consideramos como un rival, como alguien que nos pone límites. También podemos estar tentados de enfocar las Escrituras como un mero objeto de estudio y discusión, en lugar de verlas como el camino hacia la auténtica vida.
     Nos iría mejor si imitáramos a los Magos, dándonos cuenta de “que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón que busca el sentido último de la realidad y con el deseo de Dios movido por la fe, como es posible encontrarlo, más aún, hacer posible que Dios se acerque a nosotros”.
     Ciertamente, importa percibir la luz de la creación, conocer lo que nos rodea y desarrollarlo mediante nuestro trabajo en el mundo. Pero –observa Benedicto XVI– la luz definitiva sólo procede de la Palabra de Dios, de las Escrituras santas, leídas, comprendidas y vividas auténticamente como miembros de esta familia que es la Iglesia.
     Por eso el cristiano que lee y hace vida el Evangelio –comprometiéndose realmente con Dios y con los demás– encuentra la luz y se convierte en luz inequívoca para los otros. De este modo, “nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo nos puede dar. Y podremos también nosotros convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de aquella luz que Cristo ha hecho resplandecer sobre nosotros”.
      Así contribuimos a la Epifanía, a la manifestación del salvador.
 
(publicado en www.cope.es, 7-I-2011)